La pelagra, o «mal de la rosa», como la denominó Casal en 1735 en su Historia Natural y Médica del Principado de Asturias, es una enfermedad endémica en las poblaciones altamente consumidoras de maíz, o de sus derivados, excepto en los países americanos donde parecía haber inmunidad ante esta dolencia.
En 1914 Joseph Goldeberger la relacionó con un estado carencial del organismo, hipótesis que se vio confirmada en 1937 cuando se logró demostrar que la causa de esta enfermedad se debe a una deficiencia de ácido nicotínico (niacina).
El maíz, aunque no en grandes proporciones, contiene niacina; pero no en forma directamente asimilable en el organismo y, en consecuencia, no aprovechable como factor antipelagra.
¿Qué sucedía con las poblaciones americanas? Tal parece que de forma empírica aprendieron a no moler el maíz y sí a macerarlo en agua de cal para reblandecerlo; de este modo, al ser el medio alcalino, la niacina se libera y queda perfectamente utilizable por el organismo. Y con ella, evitada la pelagra.
En Asturias no se aprendió de los americanos a macerar el maíz en agua de cal; sí se acostumbró a molerlo en aquellos singulares molinos de piedra cuya fuerza motriz dependía del caudal de agua de la presa. Viejos molinos que fueron testigos de amores y de amoríos, de noches de placer y de escenas de celos, de andanzas de mocedad y de diablejos aparecidos:
«Los molinos no son casas
porque están por los regueros;
son cuartitos retirados
para los mozos solteros».
Y, así, lo que se perdió en ácido nicotínico se ganó en adrenalina, que es hormona que estimula el corazón.