Los últimos años de la era precristiana marcan el dominio romano de la península Ibérica —la Hispania— a excepción de la franja cántabroastur que resiste heroica y cruentamente la invasión. En los años 26-25 a. de C. el propio Augusto dirige personalmente la campaña represiva que tiene su fin, en el año 19 a. de C., bajo el mando de Agripa. Desde esta época hasta bien entrado el siglo V, Asturias está sometida al poder y a la cultura romanas. Lógicamente, muchas costumbres asturianas tienen reminiscencias vinculadas a ese periodo de dominio.
Si los romanos aprendieron a cocinar —y a comer— en las fuentes de la cultura griega, sobre todo a partir de la diputación enviada a Atenas para conocer las leyes de Solón y para estudiar las Artes y las Letras, los ástures (asturianos) heredaron de los romanos su buen gusto por la calidad y la cantidad.
El historiador César Cantú llega a asegurar que «las cenas constituían la mitad de todas las diversiones romanas». Festejábase la llegada de un amigo con una coena adventoria; se celebraba la coena capitolina en honor de los dioses; la coena cereal para festejar una abundante cosecha; la coena viaticia para despedir a quien iba de viaje; la cena fúnebre para recordar al familiar fallecido... En fin, el hecho era comer y comer copiosamente.
He aquí, a modo de ejemplo, la organización de una cena señorial romana:
- La entrada (gustatio) señalaba el inicio del banquete. Los huevos y el vino-miel eran manjares obligados.
- La cena propiamente dicha (summa coena) comprendía, en general, cuatro servicios.
- El postre (secunda mensae, commissatio, epidipnis) consistía en frutas, manjares condimentados y frutos secos que favoreciesen el apetito por el buen vino.
Organización que puede comprobarse en el menú ofrecido por el literato Marcial a siete amigos en una coena adventoria:
«Mi hortelana me ha traído unas malvas laxantes y los variados productos de mis huertos, entre los cuales está la lechuga aplanada y el puerro a punto de cortarse en rodajas, sin que falte la menta, buena para eructar, ni el jaramago afrodisíaco. Huevos picados coronarán unas anchoas sazonadas con ruda y habrá ubres de cerca rociadas con salmuera de atún. Esto como entradas.
Después mi modesta cena consistirá en un cabrito arrebatado de las fauces de una loba, chuletas tiernas, habas y repollos mollares. A esto se añadirá un jamón que ha sobrevivido ya a tres banquetes.
Cuando estéis satisfechos os serviré frutas maduras y una jarra de vino de Nomentum que ha cumplido seis años bajo el consulado de Frontino».
Compárese ahora esta cena con el banquete ofrecido a Jovellanos, en Gijón, el 15 de agosto de 1794 en una festiva comida familiar que el propio ilustrado gijonés calificó de «ligera»:
- Entradas.
- Dos jamones.
- Cuatro platos de pollas.
- Cuatro truchas fritas para cada comensal.
- Dos platos de frituras.
- Tartas, compotas y frutas.
Y si se habla de cenas fúnebres, baste recordar lo escrito en 1622 por Luis de Valdés en Memorias de Asturias sobre la costumbre asturiana de los funerales:
«Ayuda mucho a esto el mucho y barato sustento, y que al renacer, al pasar de esta vida a la otra, se debe celebrar fiesta con comida. Según el grande esceso que en esto se suele hacer, tienen para los mortuorios y fiestas más grandes calderas, que harán a dos vacas y más cada una, y de éstas hay muchas en Asturias».
Copiosas debían ser las comidas asturianas funerarias y grandes los gastos que éstas ocasionaban, que los legisladores civiles y religiosos se vieron obligados a dictar normas para frenar tales excesos. Las Constituciones Sinodales de Rojas y Sandoval, en 1553; las del obispo Agustín González Pisador, en 1769; y las Ordenanzas para el Gobierno de la Junta General del Principado de Asturias, en 1781, son muy claras al respecto. Así dice el art. 15 del Título V de dichas Ordenanzas:
«Prohivese hacer comidas con pretexto de entierros, funciones de Iglesia, Misas cantadas, Matrimonio o Velación, y solo se permite que los factores puedan convidar a sus parientes dentro del segundo grado, y a los clérigos se les pagará su pitanza y dará el desayuno necesario».
Datos suficientes que demuestran cómo las costumbres culinarias romanas afianzaron en el propio costumbrismo alimentario de Asturias.
Pero, ¿qué comían y qué enseñaron a comer los romanos?
La respuesta es, en principio, muy sencilla: ¡Todo!
Los vegetales gozaron de gran aceptación: acelgas, berzas, puerros, lechugas, habas (fabones o fabes de mayo)... Se consumían en ensalada o condimentadas de muy variadas maneras (salmuera, oximiel, mostaza...).
Eran gustosos de todo tipo de carnes, siendo el cerdo, posiblemente, el que gozaba de mayor aprecio y del que se aprovechaba todo incluido las ubres y las vulvas de las hembras primerizas. Manifestaban especial predilección por la volatería y los pescados y usaban siempre de gran número de especias (comino, cilantro, azafrán, pimienta, hinojo...) para la aromatización de sus guisos y salsamentos.
El queso y las salsas que de él se derivan, las dulcerías basadas en queso y en miel, los panes aromatizados con perejil e hinojo y, por supuesto, el vino estaban siempre presentes en las meses romanas. Como muy bien escribe Brillat-Savarin: «Se tomó de todo; desde la cigarra al avestruz; desde el lirón hasta el jabalí; todo cuando podía estimular el apetito fue empleado como condimento».