Si Ortega, en su ponderado magisterio, describía extraordinariamente el paisaje astur, otra vez él dará la clave de la personalidad de las gentes asturianas:
«Parece que estos lugares, donde el campo se muestra acogedor, el hombre participa más de la condición de planta y se hunde más amorosamente a medida que el tiempo transcurre en la tierra madre de donde un día surgió débilmente».
Al sentir de J. L. Pérez de Castro esta simbiosis o compenetración tierra-hombre no depende tanto de unas condiciones más o menos difíciles de trabajo sino «del rendimiento con que la tierra agradecida le regala, y de la cabal independencia de su precursor sistema agrario».
Y concluye:
«Porque el asturiano tiene también vida áspera en el terruño, y el tener que arrancarle el fruto a pecho y a sudor, le crea un mundo de seguridad personal que le llena de fe en sí mismo, en lo que puede y en lo que tiene, en el que vive plácidamente...»
Se ha dicho del asturiano que es «loco, vano y mal cristiano»; que su carácter oscila entre la gallardía altanera y bravucona y la introversión de sentimientos:
«Alta la frente y altiva,
un tantico desdeñosa
y otro poco pensativa»
Que los asturianos son nobles, honrados y laboriosos; soberbios en ocasiones; ajenos a la ambición, al egoísmo y a la usura. Alegres sin risas de estruendo pero con esa sonrisa, muchas veces irónica, que nace a flor de labios. «Es el reír por entre la boina», en frase de Camín. Pese a su arraigo al terruño (detalle que se repite permanentemente y de forma más acusada en el asturiano-emigrante), el asturiano ansía salir de su encierro de piedra y de mar; busca otros horizontes de aventura, otros destinos de vida y de trabajo más gratificantes...