«En el mapa —escribió Juan Antonio Cabezas— el contorno actual del Principado, un día reino liliputiense de las Asturias, tiene la forma de una prehistórica hacha de sílex. Su caótica geología se encrespa entre dos llanadas: al Sur, la meseta castellana; al Norte, esa otra llanura que no es sino agua: el bravío Cantábrico».
¿Qué significa la palabra Asturias?, se preguntaba Ortega y Gasset en Castilla y sus castillos. He aquí su respuesta:
«Un estrecho valle, de blando suelo, verde y húmedo; colinas redondas, apretadas unas contra otras, que lo cierran a los cuatro vientos. Aquí, allá, caseríos con los muros color sangre de toro y la galería pintada de añil; al lado, el hórreo, menudo templo, tosco, arcaico, de una religión muy vieja, donde lo fuera todo el Dios que asegura las cosechas. Unas vacas rubias. Castaños, castaños cubriendo con su pompa densa todas las laderas. Robles, sauces, laureles, pinedas, pomares, hayedos, un boscaje sin fin, en que se abren senderos recatados... Y como si el breve valle fuera una copa, se vierte en él la bruma suave, azulada, plomiza, que ocupa todo el ámbito. Porque en este paisaje el vacío no existe; de un extremo a otro toda forma una unidad compacta y tangible, sobre la sólida tierra está la vegetación magnífica; sobre ésta, la niebla, y ya en la niebla tiemblan perdidas las estrellas lacrimosas. Todo está a la mano, todo está cerca de todo, en fraterna proximidad y como en paz... Cada uno de estos valles es toda Asturias y Asturias es la suma de todos estos valles».
Muchos años antes que Ortega el avilesino Luis de Valdés, en sus Memorias de Asturias, año 1622, definió así el Principado:
«Asturias es una provincia pequeña, montuosa, y en extremo amena. Muy fructífera, tanto que produce todo fruto que en ella se plante y siembre. Sus montes son de grandes y soberbios árboles, robles, castaños y otros. Hay en los montes muchos árboles de frutos comestibles, sin que se planten siquiera, particularmente perales...».
Y como un hacha de sílex en talla rudimentaria, esos fuertes contrastes orográficos han modelado a lo largo de los siglos un especial modo de ser y de vivir. Un clima templado y húmedo y una tierra fértil han hecho de Asturias una región de grande y varia riqueza en productos naturales complementada con aquella otra que proporcionan sus más de 200 kilómetros de costa.
Montañas, bosques, pastizales, praderíos, fuentes, arroyos, ríos, vegas, mares... Paisaje de fuertes contrastes, cierto es, pero complementarios; sin bruscas rupturas en sus matices, aunque a veces la brusquedad se precise por exigencia de la propia Naturaleza; piedra, tierra y agua deslumbrados por los azules y oros del cielo y del sol o envueltos en el gris de la niebla. Paisaje que así describía Arganticenci, personaje de El Pelayu:
«Toi perdidamente enamorau d'estos montes qu'acorripien cada vallada comu'l cuellu una madre; d'estos bosques onde un atópase consigo mesmu al caleyar per ellos; d'esta capiella de borrina que, cayendo y llevantando, faite sentir el pasu'l tiempu minutu a minutu; d'esta tierra fecha d'agua qu'erreciende nes rosaes de la mañana, cuerre de mil fontanes a les riegues, despéñase gargolitando nos ríos y, apigazando, vien xunise cola salada llanura de la mar»