Es un crustáceo cirrípedo (Pollicipes cornucopiae) frecuente en rocas fuertemente batidas por mar bravío. Los mejores son los de pedúnculo corto y ancho (percebes de sol); los de pedúnculo largo y estrecho, muy abundosos de agua, propios de roquedos muy umbrosos, se denominan percebes de sombra o aguarones, y gozan de menor estima.
Es uno de los mariscos más codiciados y su precio es relativamente alto. Para satisfacer la demanda, el mercado asturiano, en estos últimos tiempos, importa percebes procedentes de Canadá (Pollicipes polymerus) o de Marruecos. En general, éstos son menos sabrosos y más aguarones que los autóctonos.
Manuel María Puga y Parga, Picadillo, aconsejaba este procedimiento para su consumo:
«No es necesario ser Madame de Thebes,
ni saber brujería o cartomancia,
ni haber nacido en Inglaterra o Francia
para guisar percebes.
Lo difícil del trance es darse traza
para encontrarlos gordos en la plaza
ya que, no siendo buzo o marinero,
le es imposible a todo cocinero
procurarlos por medio de la caza
como se alcancen liebres o perdices
sin miedo a romperse las narices;
que es muy fuerte arañar en duro risco
por la busca y captura de un marisco
que cuando está bien gordo y comestible
se oculta bajo un mar inaccesible,
y sólo está al alcance de la mano
si se halla delgaducho, o en verano,
cuando sabe el indino
que al comerlo trastorna el intestino.
Una vez el molusco en la cocina
la receta cualquiera la adivina:
con agua y sal, en pote, van al fuego;
se soplan un poco, y a comerlos luego.
Como fin de receta:
no los comáis jamás sin servilleta
que os tape bien el busto,
si queréis evitaros un disgusto».